domingo, 19 de julio de 2009

De misiones, donantes y chuchaqui

Hace más de una semana que no escribo, y casi he perdido el sentido del ritmo. Esto de contar historias es una gimnasia, un deporte mental para el que uno debe ponerse en forma, practicar, y cuidar la alimentación. Pero hoy tengo chuchaqui, resaca para los profanos, y no sé si después de dos semanas out voy a ser capaz de recontar lo que me rodea.

La semana quiteña pasó, interesante, aprendiendo, y dándome cuenta de que prefiero estar en esta oficina de la ciudad tránsito, donde la vida es más real que la que se respira en las paredes de los despachos de la urbe. Aquí se inhala, se siente, se huele incluso el paso de los días. Y, aunque uno añora los cines, las librerías, el pasear por calles adoquinadas y mirando al cielo increible, poco a poco vas encontrando tu hueco en el espacio.

Descubrir la ciudad con Javi la ha reconfigurado, le ha dado un nuevo sentido, el de desandar las calles respirando de nuevo el espacio. Poder compartir las impresiones, los sonidos, ese olor constante de comida, gasolina, y la presión que sientes por el mal de altura, parecen nuevas si alguien te devuelve la mirada.

Y, después de la ciudad, incluido el shushi y el vino a 42 dólares la botella, llegó Lago. El aterrizar en esta ciudad a medio camino de todo quedó eclipsado por la espectación despertada por las Kandela y Son, grupo de neumáticas exultantes que acapararon las fotos a la llegada. Ese pequeño aeropuerto, caluroso, que te abraza cuando sales de la apacible frescura del interior del avión, bullía de mariposeantes aduladores que querían llevarse el recuerdo con las exitosas del momento contratadas para animar las fiestas del Coca. Ése militar con su subfusil acorralado por el latex y los tacones es un recuerdo inolvidable para las viñetas lagueñas.

Si cuando estaba en Bruselas pensaba que no era posible superar la surrealidad de los belgas, aquí he descubierto que los caminos del absurdo son inescrutables. Y ahí estábamos, nosotros incautos esperando la maleta para llevar al recién llegado al hogar nuevo, la vida nueva, para resolver la incertidumbre de comohevenidoapararaesteladodelmundo... Creo que al menos Javi aún no decidirá irse, y seguro que lo podemos mejorar.

Mi semana ha sido algo extraña. En mi condición de relaciones externas, debo atender las misiones de visitantes, donantes y adláteres de este mundo complejo y serpenteante de la recaudación de fondos. Y hete ahí que debes llevar a quien visita con ojos turísticos a conocer a eso que a veces te parece califican de especie humana llamada "beneficiarios". Sí, esos señores para los que hacemos los proyectos y que fundamentan nuestra razón de ser. Es extraño, en cualquier caso, las visitas en las que muestras los depósitos de agua, letrinas y demás bondades de la ayuda humanitaria, como si de pantaneras inauguraciones habláramos. Y ello, claro, portando el equipo de camarógrafo, porque la realidad hay que mostrarla, pero qué extraño es captar el zoo humano sin herir el raciocinio sentimental.

En cualquier caso, la belleza de las personas, que tantas veces es externa pero también brota desde su interior, aparece entre esa tierra rojiza, flanqueada de ríos y de inconstancia, donde el horizonte es igual de verde pero no es igual, porque al otro lado del rio la vida es aquéllo a lo que no se quiere volver.

Y, en ese momento, vuelves a descubrir que, a pesar de todo, es necesaria la cartografía turística para que podamos seguir trabajando, y habrá más, más viajantes del necesitado, que habrá que llevar a demostrar por qué debemos seguir luchando. Entre tanto, estas misiones a las comunidades te permiten, además, sentir el ritmo de la selva, sus sonidos, sus plantas inexplicables y los insectos gigantes, los vericuetos caminos entre los que descubres obras de ingeniería imposible, por donde suben y bajan hombres-hormiga que cargan su peso desafiando el terreno.

Además, allí llevo mis botas de caucho, ese maravilloso invento con el que remedar a la Calzaslargas entre el fango y los charcos, mala costumbre cuando las coloradillas, inmundo animalejos que te pican por doquier, salvan los obstáculos del pantalón vaquero y anidan calientes entre tus calcetines.

Callandito y casi sin darme cuenta casi, llegamos al viernes, por fin viernes, y preparamos una pizza casera. Ese inenarrable invento que es la harina tiene el poder de convertirse en un fantástico deleite alimentario con el uso de las manos. Y, aunque es más rápido, práctico, y a veces barato comprarlas hechas (que sí, que aquí tb hay pizza, aunque demasiadas veces abusan de la piña), lo divertido que es experimentar con la cocina no me lo quita nadie.

El sábado fue: lluvia,lluvia,lluvia,lluvia,sobredosis de bachata y regetón. Sí, porque de un día en el que diluvia apenas se sacan fuerzas para hacer demasiadas actividades. Un par de huevos fritos, con sabor a casa, le dan a la tarde color de siesta. Y con eso de que a las 7 es de noche, uno rápidamente o se va a la calle o se amodorra para que sea ya domingo.

A la sobredosis iba: ayer fiesta, en ca' Cianferoni pero sin él, que aún está de vacaciones. La cosa empezó delicada, tranquila, pero con tres javas de cerveza (léase, 24 litros) y un cd remix de salsa y éxitos de ayer y hoy con crierio aleatorio (de Mago de Oz a Bonnie M, pasando por el Lamento Boliviano...), aquéllo se animó. Y acabamos todos de nuevo en ese icono de la brillantina que es la Milenium, discoteke sin parangón donde espantar cualquier vergüenza a las dotes de baile. A mi Javi, que tb es mi santo con el de aquélla, le tuvimos hasta que cerraron rodeado de parejiles bailantes de saasa, regetón y la conocida urbi et orbi Macarena. En ese momento mis pies se negaron a reaccionar, que una después de tres sevillanos años, no puede caer en ese jolgorio trasnochado. Pero ay, que allí todo el mundo lo bailaba, y yo patidifusa ante el éxito sin igual de esos señores que con la Maca se han forrado.

Así casi acabamos, que dieron el cierre a la noche, y sabiamente decidimos retirarnos con Pili (mi compi) y Estefanía (la vecina), mientras los golfos de mis compañeros decidieron irse a la calle 8, el botellón local que no tiene puertas para cerrar a ninguna hora...

Hoy, de nuevo, domingo de chuchaqui, la sofisticada palabra que encierra el dolor de cabeza y las ganas de echar la siesta. Habrá que reponer fuerzas para otra semana, que se avecina agitada e intensa.





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